Los
intelectuales se pudren |
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El intelectual, con su pesada
prosopopeya, con sus barbas de patriarca, se ha
convertido en un trasto y un pelma. Llegada la
democracia a plenitud, desatadas las libertades, el
intelectual ha descubierto que su color no es el rojo
auroral que pronosticaban los libros proféticos sino
el sepia de los celuloides
rancios.
En 1892 despareció de
las sierras del noroeste la cabra montés; el lince
ibérico está en un ay, y el quebrantahuesos dibuja
círculos cada vez más erráticos alrededor de tal cual
eminencia pirenaica y otros tantos, no muchos,
peñascales del sureste peninsular. ¿Hemos concluido la
relación de especies extintas o en trance de extinción?
No. Queda el intelectual, una subespecie adscrita al
taxón homo sapiens. Los intelectuales languidecen por lo
mismo que vino a menos la cabra del noroeste o amenazan
con tomar las de Villadiego el lince y el
quebrantahuesos. Sencillamente, los intelectuales se han
quedado sin entorno: los nichos en que acostumbraban a
desenvolver su existencia se han visto expuestos,
durante los últimos tres o cuatro decenios, a un erosión
insistente, progresiva, y probablemente
irreversible.
Hago esta constatación como parte
interesada, porque yo mismo soy, y lo declaro sin
jactancia alguna, es más, lo admito con cierta violencia
íntima, un intelectual, quiero decir, alguien que se
gana la vida traficando con ideas. Es difícil que una
idea sea buena, y punto menos que imposible, que sea
original. Puesto que carezco de títulos para
considerarme distinto de la mayoría, concedo de barato
que las ideas con que trafico son malas antes que
buenas, y que rara vez, o quizá nunca, son mías de
verdad. Pero esto da igual. El caso es que, en tanto que
soldado de tropa, de la tropa menguante, desastrada,
dejada de la mano de Dios, de los intelectuales, me he
preguntado, me pregunto con solicitud creciente, por qué
se nos ha puesto el viento tan de cara, o empleando una
expresión que una vez le oí a Vargas Llosa en un lugar
cuya mención no viene a cuento, cuándo demonios se jodió
el Perú.
Es cierto que los intelectuales no han
dejado de equivocarse desde hace tres cuartos de siglo.
Causa cierta consternación leer una requisitoria como
Past Imperfect, de Tony Judt. Entre 1944 y 1956 la clase
intelectual francesa, con excepciones contadas -Raymond
Aron, y poco más-, desplegó una incomprensión absoluta
de la democracia parlamentaria y la libertad económica,
y, en paralelo, una indecorosa simpatía hacia Stalin.
Las rectificaciones fueron tardías, torpes, e
insuficientes. Era entendible, es más, era justo, que el
error repetido pasara factura. Pero esto no me basta.
Aquí estamos hablando de ecología, no de moral. El
intríngulis no está en que el intelectual haya incurrido
en la desaprobación del respetable. El caso es más
humillante. Lo que ocurre, es que se ha hecho invisible
para el resto de la sociedad. ¿Cómo explicarse el
desvanecimiento, el eclipse absoluto?
Situémonos
en España, que conocemos mejor que Francia o Italia. A
lo largo de los cincuenta, de los sesenta, incluso
durante la primera mitad de los setenta, los
intelectuales solían ser de izquierdas. No
necesariamente, por supuesto. Pero lo más frecuente es
que estuvieran situados a babor, en alianza explícita o
implícita con el Partido Comunista. Esto era por entero
natural. El franquismo, tan eficaz, a partir de los
últimos cincuenta, en el manejo de la intendencia, tan
instalado, no sólo en el poder, sino en la propia
sociedad española, ofrecía una diana clarísima a la
crítica ideológica. El sistema de formas y conceptos que
proponía el Régimen a los españoles era anacrónico,
atrabiliario, y en muchos sentidos grotesco. Ello
facilitó un empleo, habilitó un lugar bajo el sol, al
intelectual. Por el lado sociológico, que no
estrictamente ideológico, se verificó un fenómeno aún
más importante. La izquierda, obligada por la Dictadura
a renunciar a la política en su acepción ordinaria, se
refugió en la cultura y la universidad. En tanto que la
derecha se socializaba en la empresa, o en las
profesiones donde confluyen la administración pública y
la administración de las cosas en general -el Derecho,
las grandes oposiciones a las carreras del Estado,
etc...-, la izquierda se socializó en la colonización de
las ideas. Las dos, tanto la izquierda como la derecha,
ofrecían a sus oficiantes un cursus honorum, un peculiar
camino de perfección. La diferencia estaba en la
estaciones que ese camino recorría. La derecha fatigó el
que ya se ha dicho. La izquierda eligió la pana y la
virtud airada y consiguió no sentirse inútil a despecho
de su ubicación marginal.
¿Hemos terminado? No.
Mucho antes de que Zola se subiera a la tribuna para
enunciar su «Yo acuso», Marx, un inteligente desclasado,
había sabido abrir un hueco a los intelectuales entre el
macizo de la burguesía y el macizo del proletariado. En
1844 (Introducción a la crítica de la filosofía
hegeliana del derecho) escribió: «Así como la filosofía
averigua sus armas materiales en el proletariado, el
proletariado encuentra sus armas intelectuales en la
filosofía... La filosofía es la cabeza, el proletariado,
el corazón».
A lo largo del tiempo, los
intelectuales habían desempeñado funciones varias: la de
apologistas al servicio de la Iglesia, la de humanistas
o poetas en la corte del príncipe, la de bohemios y
malditos en las grandes metrópolis europeas del XIX. El
marxismo les propone un papel mucho más prometedor: el
de parteros de la Historia, que halla en ellos un
vehículo y, a la vez, un heraldo, un oráculo. En
términos sicológicos, el retorno de esta atribución, o
más valdría decir, autoatribución, fue inmenso. Los
intelectuales se hallaban lejos de los despachos, de los
coches oficiales, de los restaurantes de cinco
tenedores. Pero, ¡caramba!, la razón y el futuro estaban
de su lado. Y el enemigo era localizable, andaba
distraído apretando botones en el puente de mando, y
presentaba flancos débiles.
Conviene señalar en
passant que el engreimiento de los intelectuales, un
fenómeno en parte reivindicativo, en parte
compensatorio, tuvo su lado bueno. Muchas personas
honradas, voluntariosas, con hambre de balón, volcaron
su energía en la edición, la literatura, el arte y la
enseñanza. La melancolía innegable que ahora aflige a la
cultura se debe en alguna medida al hecho de que la vida
pública se ha abierto y los que habrían ido para
intelectuales hace cuarenta años, se dedican a echar
buen pelo en los negocios y la política. Pero esto es
secundario. El cataclismo, el desastre, es de calibre
mucho mayor: ostenta el carácter mayúsculo que los
marxistas infieren a la hache cuando escriben
«Historia».
A pesar del sesgo futurista de la
filosofía marxiana, el intelectual conjeturado por Marx
en 1844 trascendía a Antiguo Régimen. Se trataba de una
figura en la que se fundían, como en un cuño, el pastor
de pueblos y el levita bíblico. Sorprendentemente, la
democracia ha derivado, sí, en un experimento radical,
aunque no según lo soñaron los viejos revolucionarios,
sino en línea mucho más afín a las teorías del mercado:
sobresale más el que contenta a más consumidores. En
este mundo, regido por las leyes de la oferta y la
demanda, florecen cantantes, estrellas de la televisión,
y políticos con glamour escénico. El intelectual, con su
pesada prosopopeya, con sus barbas de patriarca, se ha
convertido en un trasto y un pelma. Así, señores, hemos
acabado los del gremio. Llegada la democracia a
plenitud, desatadas las libertades, el intelectual ha
descubierto que su color no es el rojo auroral que
pronosticaban los libros proféticos sino el sepia de los
celuloides rancios. Como el Palinuro insepulto de
Virgilio, el intelectual es un espectro que atiende en
el inframundo a que den tierra a su cuerpo y le dejen
reposar en paz.
Alvaro Delgado Gal, ABC,
21/10/2009
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